En
Chile, al sur de la provincia de Arauco y frente a la isla Mocha –donde dicen
que habitó la ballena Moby Dick–, se encuentra Tirúa. Significa “lugar de
encuentro” en mapudungun, la lengua mapuche. Es tierra lavkenche. Tierra de
mapuches, que viven en cercano contacto con su tierra y con el mar, que los
acompaña en esta larga costa del Pacífico.
Desde
el año 2000, esta tierra acoge a una comunidad de jesuitas en misión, en la que
yo estoy desde hace dos años. ¿Cómo entendemos esta misión? Como una presencia
de Iglesia, insertos en una comunidad indígena e intentando caminar junto al
pueblo mapuche en su vida cotidiana y en sus búsquedas; colaboramos con otros
en algunos proyectos sociales y culturales para los habitantes de esta tierra y
acompañamos a los católicos del lugar.
Nuestra
tradición como jesuitas en el mundo mapuche es de larga data. En 1596, los
primeros compañeros que cruzaron el río Biobío se internaron en su territorio con
el objetivo de compartir la Buena Noticia con los hombres y mujeres de esta
“nueva tierra”. La mentalidad y los métodos eran acordes a su tiempo; el
Evangelio, el mismo. Pronto se dan cuenta de que este mensaje no penetraría si
las injusticias y abusos cometidos por los españoles conquistadores no
terminaban. Trabajaron por eso, en el territorio y en contacto con las
autoridades del reino.
La
expulsión de la Compañía de estas tierras en el siglo XVIII terminó con nuestra
presencia. A nuestro regreso, fueron otras las opciones, hasta que, en la
década de 1980, el padre Mariano Campos Menchaca se vinculó con la tierra de
Sara de Lebu, donde puso su corazón. Solo estaba él.
Después
de una larga búsqueda, impulsada por jesuitas en formación y recién ordenados,
un nuevo grupo de compañeros vuelve a pisar esta tierra. El mismo Evangelio de
Jesús. La moción: retomar el contacto de la Compañía de Jesús con el mundo
mapuche. La opción: entrar en la vida de este pueblo desde el mundo rural,
sabiéndonos extranjeros.
En
Tirúa, un porcentaje importante de su población es mapuche, y esta se estaba ya
entonces organizando. Por otro lado, había una presencia eclesial lejana, con
una parroquia a 73 kilómetros, que atendía un territorio extenso y a más de
cincuenta capillas.
Estando
ya en el territorio, fuimos invitados a ser vecinos de la familia Huenumán
Antivil. Y, junto a ellos, con todos los que viven en la comunidad Anillén, del
sector Las Misiones. Don Teodoro y la papai Marcelina nos recibieron como
verdaderos hijos. Después de estos primeros años, cuando ya hemos despedido a
nuestros queridos vecinos, quienes se han ido a reunir con Chaw Dios y sus
antepasados, es mucha la gratitud que le debemos a esta familia.
Las
presencias han sido diversas. El Hogar de Cristo, con su acompañamiento de las
familias, adultos mayores y preescolares. La Asociación Indígena de Tejedoras
Relmu Witral, con su intento de rescatar este arte ancestral, haciendo el
esfuerzo de comercializar sus tejidos y ayudar en el sustento de sus familias.
La
Pastoral Mapuche de la arquidiócesis, que reúne en diálogo y oración a quienes
buscan rescatar sus propios modos de relacionarse con Dios. La parroquia y su
deseo de acompañar a las familias católicas, repartidas en 14 comunidades por
distintos lugares de la comunidad.
Nuestro
vivir aquí sirve también de puente entre las necesidades de quienes viven en
estas tierras y los deseos de ayudar de nuestras redes de amigos y familias.
Estos
dos años, para mí, han estado llenos de invitaciones y de aprendizajes en
proceso. Lo primero tiene que ver con el ritmo de la vida, donde han entrado en
conflicto el propio de la tierra y de las relaciones con el de la informática y
los resultados rápidos.
Todo
el primer año, la prioridad fue llegar. ¡Un largo viaje en carreta! Conocer a
los vecinos, trabajar la tierra, visitar, estar, conocer a las personas… Sin
imponer metas ni objetivos. Sin poner la tarea, sino anteponer la relación.
FUENTE: Sitio Web LA VIDA NUEVA